Madrid amanece gris y
lluvioso. La prensa refleja la muerte del gran líder cubano. Como ya es
habitual, los titulares son de lo más diverso atendiendo a las líneas
editoriales de los pocos periódicos en papel que se resisten a desaparecer.
Me sorprendo triste por la
muerte de Fidel y evoco mis estancias en Cuba, especialmente en la Habana. Vivir
en Cuba es hablar todo el rato, platicar como dicen ellos, mis recuerdos son de
un pueblo culto y crítico, amante de la música, del cine, de la literatura. Un
pueblo que hoy imagino de luto llorando la muerte del ser humano que supo ser
una voz discordante frente al capitalismo. El respeto y admiración de los
cubanos por su comandante era inmenso, tanto que me sobrecogía. Conocí muchos
cubanos que le criticaban y reconocían sus errores, pero la inmensa mayoría se
sentían identificados con la Revolución. A fin de cuentas, Fidel es Cuba y Cuba
es Fidel.
Estoy triste porque muere
Fidel y con él su mundo sus ideas, la utopía de la igualdad. Y pienso en Pablo, que admiraba a Fidel y en
su revolución verde-olivo. Ese glorioso empeño de dignificar a los pobres, a
los oprimidos, en definitiva, de hacer un mundo más justo.
Fidel muere y con él una era. En este mundo globalizado, de relativismo cultural,
de la tiranía del me gusta de las redes sociales, del poderío de las marcas, de
la democracia representativa (sistema menos malo pero sin duda imperfecto) expresión
nos guste o no del capitalismo triunfante, solo espero que no tarde mucho en
salir otro Fidel, un líder que represente los ideales que él encarno a pesar de
sus luces y sombras.
O tal vez no, ya no se trate
de líderes, si no de que nos siga indignando la pobreza, la desigualdad, la
impunidad, que nos revuelva las tripas y no miremos a otro lado, como habitualmente
hacemos.